El bautizo

Lo primero que pudo identificar en toda esa secuencia fue el impacto, mientras iba cayendo al suelo tan lento como una pluma.

Lo sintió como un momento en donde se juntaron muchas emociones que hierven: la ira, el impulso salvaje, la necesidad de ser más grande y de probarlo ante el público que sea. Él también sintió lo mismo antes del impacto, pero no alcanzó a darle forma a su vértigo ya que el otro tipo lo neutralizó en un instante.

La segunda etapa fue el dolor, un dolor agudo en el alma y el cuerpo. Esa sensación de vulnerabilidad, de pasar a ser el centro del mundo de alguien que no te quiere allí, ese minuto en donde los ojos del resto están posados en uno y ven con morbo a esa persona derrumbándose de golpe, imposibilitada de recibir ayuda.

Ese dolor también lo sintió al caer como un saco en el pavimento frío, en las arrugas de su camiseta que le impedían respirar bien mientras yacía sin moverse en la vereda. Sus dos dientes frontales estaban quebrados, veía los trozos que se habían salido a un metro de distancia al lado de un basurero. El frío le anestesiaba un poco la boca hinchada.

Después del dolor vinieron las luces blancas, moradas, rojas, verdes, azules, que salían de los autos y los bares, que se alejaban y se acercaban a él como si estuviesen haciendo una danza de cortejo, que le hablaban en distintos tonos y timbres, con distintos volúmenes. Unas tranquilas y resueltas; otras inquietas, preocupadas, titilantes.

Luego de la inercia, su movimiento inicial consistió en encorvarse y levantar un brazo. Le resultó tan difícil como enhebrar cinco agujas a la vez. Se dio cuenta que la etapa del movimiento lo llevaba de nuevo al dolor, como una realidad paralela. Cada músculo era un quejido; cada exhalación, un sufrimiento. Quería hablar, quería contestarle a sus amigos que lo acompañaban en ese minuto, pero el dolor físico y espiritual lo forzaba a quedarse callado y gastar la menor cantidad de energía posible.

Al final, la justicia. Vio cómo dos hombres vestidos de verde le ataban las manos al otro tipo mientras le gritaba improperios al suelo, que era un cobarde, que se parara, que lo iba a ir a buscar a su casa. Lo subieron a un auto y se lo llevaron, dejando pequeños destellos rojos en el camino, que fueron gradualmente desapareciendo en el horizonte.

A pesar del dolor se sintió orgulloso, como si su sacrificio involuntario hubiese dado frutos.

La etapa de la justicia reúne a todas las anteriores. Poco después de que se llevaran a su agresor, y cuando él ya estaba incorporado y apoyado en el hombro de uno de sus amigos, sintió de nuevo el impacto y lo recreó en su cabeza.

Sintió el dolor que lo envolvía, la vergüenza a flor de piel y el frío en la boca, que ya no estaba dormida.

Vio con claridad las luces titilantes de los bares, de las cámaras de los celulares, de los postes de luz, de los autos de la policía.

Dio un primer paso y se estremeció por dentro, como si decenas de manos lo estuviesen pinchando en simultáneo con picahielos afilados.

Al llegar a su casa asistido por dos de sus colegas — que lo dejaron acostado y con el pijama puesto — se dio cuenta de que la experiencia ya estaba cerrada. Que ya había aprendido y que ya podía explicarlo.

Haciendo un esfuerzo sobrehumano se incorporó en su cama, abrió el velador, sacó un pequeño cuaderno con un lápiz y anotó una sola frase antes de apagar la luz.

“Así que este era el famoso combo en el hocico”.

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